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Dos mujeres y una causa: tierra para el kilombo Razana.

  • Foto del escritor: Tatiana Peláez Vanegas
    Tatiana Peláez Vanegas
  • 30 jul 2018
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 1 ago 2018

Daira y María, dos mujeres afrocolombianas, de Tumaco y Carepa, mantienen en pie al kilombo Razana en La Candelaria. Un proyecto de medicina ancestral que, aunque está en la capital, depende de la restitución de tierras.


María Palacios vive en Bosa y todos los días madruga para hacer un recorrido de más de una hora hasta el barrio Lourdes, en La Candelaria. Allí llega a una casa grande, de paredes moradas y verde aguamarina. La casa se encontraría fácil por sus colores, pero está escondida. Sobre la avenida Comuneros, en la parte alta, hay una calle amplia que guarda entre las casas unas escaleras empinadas en cemento, con plantitas que se cuelan entre las fisuras del suelo. Después de unos escalones hay unas llantas que sirven de materas y adornan la segunda puerta de una hilera de casas. Es la casa de Daira, la matrona del kilombo Razana.


El kilombo funciona dentro de la casa. Al entrar hay recipientes y cucharas en totumo, plantas, todas las que uno pueda imaginar sobre un estante de madera. Hay tamboras, fotos de Daira y un cuadro gigante del Che Guevara en una de las paredes de la sala. Desprotegido. El vidrio que lo cubría se quebró en uno de los tantos trasteos. Después de la sala hay una cocina que parece haberle robado la mitad del espacio y a un costado aparecen unas escaleras que llevan al sótano, donde debería funcionar un taller de costura. En la parte superior hay una terraza en donde crece una huerta urbana, y desde allí puede verse parte del centro de la capital.


Una casa grande es esencial para el kilombo, esta es una de las dos razones por las que Daira no se ha movido de La Candelaria desde que llegó de Tumaco, en el 2001, como consecuencia del desplazamiento forzado. Una casa con bastante terreno es una reminiscencia del hogar que quedó atrás, del territorio. Antes del barrio Lourdes, el kilombo funcionó un poco más arriba en el barrio El Dorado, pero entre más se sube la montaña y entre más cerca esté el sol, más frío hace; Daira prefirió buscar una casa en donde el frío no llegara hasta los huesos. La idea era encontrar una parecida a la casa del barrio Belén. Esa casa queda en una esquina, al frente de uno de los semáforos de la avenida Comuneros y a unos minutos de la casa actual que ocupa el kilombo. De un solo piso, profunda, precisa para practicar la medicina ancestral y demás actividades que se llevan a cabo en Razana.


Recuerdo que en la casa de Belén había una habitación especial donde la sabedora y un ayudante hacían el diagnóstico del paciente, y otra en la que reposaban las plantas y brebajes medicinales. En la nueva casa todo está minuciosamente organizado y cada pieza cuidadosamente puesta en su lugar para que todo quepa entre la sala y la cocina. Esta casa no es profunda, es alta.


La segunda razón es poderosa. Daira intentó ubicarse siempre en La Candelaria por la historia de Juana García. Juana fue una mujer negra traída por hombres blancos a Santa Fe en el tiempo de la colonia. Ella vivió en lo que ahora se conoce como La Candelaria y en las crónicas de Juan Rodríguez Freyle, el escritor cuenta la manera en que Juana le ayudó a su comadre, una mujer blanca, a saber que su esposo la estaba engañando, mientras el hombre estaba en España. Juana fue acusada de brujería y herejía por esa “maraña fantástica, pero alejada de Dios” y también por su conocimiento sobre plantas medicinales que incluían brebajes abortivos. Casi la queman viva, pero al final su castigo fue ser desterrada junto con sus hijas.


Daira ve en Juana la historia que se repite sobre muchas mujeres negras, a la medicina ancestral que ella practica también la han llamado brujería, a ella también la han desterrado y ella también se ha sacrificado por ayudar a los demás. Su decisión de quedarse en La Candelaria es un homenaje a la lucha de una mujer negra como ella y María en la capital.

La ubicación del kilombo es funcional, a Daira y a María les gusta la nueva casa, pero el problema es que no es de ellas. No pueden comprarla porque es muy cara. Además, todo lo que consiguen a través de los pagos voluntarios de los pacientes, la venta de manillas y artesanías de piel de pescado, y los talleres de música del Pacífico lo consume el arriendo que llega a un millón de pesos mensual.


Los trasteos, el movimiento, añorar el lugar anterior y al tiempo obligarse a aceptar el nuevo, desgastan mucho. Las dos mujeres lo saben bien. La esperanza de Daira, en un principio, era que la Unidad de Restitución de Tierras (URT) le asignara un buen terreno en algún pueblo de la sabana de Bogotá para que el kilombo siguiera funcionando y cumpliendo su objetivo de sanar a todo aquel que tuviera el alma, el corazón o el cuerpo enfermos, a través de la medicina, la música o la meditación.


Sin embargo, un día empezó a hablar sobre la construcción de una ecoaldea en Girardot o en algún lugar de tierra caliente. En ese momento, le pregunto por el kilombo y me dice que si se va, ya Razana no existiría en Bogotá. Me cuenta con una voz ilusionada, que esconde el hastío de resistir sin tregua tanto tiempo, que en la ecoaldea habría una especie de cultivos comunales, huertas, casas y cuatro apartamentos. Me dice que se va con otras ocho familias entre las que se encuentra la familia de María. Pienso que puede ser mejor, que a pesar de la tristeza que podamos sentir por el cambio que se avecina, Bogotá, el destino forzado, el frío, sobre todo el frío, se convertirán en una anécdota más. Lo importante es volver a tener tierra propia, solo para ellas.


Curiosa, pregunto por los detalles, por el momento en el que la URT le avisó que había solucionado su problema y por el motivo de poner a funcionar el kilombo en Girardot y no cerca de Bogotá. Daira cuenta que se acercó a la URT y que allí le dijeron que hace diez años, un radicado, uno de los trámites que se enredan entre la burocracia, quedó mal y que el proceso para devolverle su tierra podría tardar otros diez u ocho años.

Una de las primeras cosas que llama la atención al entrar al kilombo es una cuchara de totumo que dice “Cuidar el espíritu”. El cucharón está quebrado, la fisura casi lo parte a la mitad, pero no lo logra. Parece un espejo del espíritu de Daira, roto y no del todo, malherido. ¿Esperar otros diez años? Daira tiene 65. Ella hizo el cálculo, si la URT es efectiva, le estarán entregando ese terreno cuando ella ronde los 75 años. Mucho tiempo. Una injusticia.


María comenta que prácticamente van a invadir una tierra, un baldío. La miro preocupada y miro a Daira, tardo un momento en entender que las estoy subestimando y que no alcanzo a dimensionar la frustración y el desespero que sienten para tomar esa decisión sabiendo las posibles consecuencias. Es puro hastío y un impulso alimentado por la valentía; ya no hay nada que perder, es apropiarse de ese terreno o quedarse en Bogotá saltando de casa en casa, en un ciclo interminable de incertidumbre y costumbre.


En Colombia, la invasión de predios y tierras ha sido una vía de hecho por la que han optado algunos campesinos y distintas comunidades negras e indígenas, al ver que las vías institucionales son insuficientes, ineficaces e injustas. Una de las consecuencias de una eterna reforma agraria fallida y de un conflicto armado interno tan complejo.


El kilombo dejaría de funcionar en junio pasado, pero para mi sorpresa sigue funcionando ahí, en la casa escondida, colorida y acogedora del barrio Lourdes. No sé qué las hizo cambiar de opinión, no sé si solo están aplazando ese paso riesgoso y definitivo de irse a buscar un territorio parecido al que dejaron. No he querido preguntar porque es un tema que me duele, si el kilombo deja de funcionar, Bogotá pierde un espacio que le apuesta a la reconciliación y al reconocimiento de las prácticas de las comunidades negras, pero también entiendo que ellas no solo luchan por los demás, sino que lideran su propia batalla, una impuesta, un reclamo justo por la tierra propia, mejor dicho: tierra para el que huye de la tierra.



 
 
 

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© 2018 por Laura Tatiana Peláez. Creado por Wix.com

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